martes, 26 de julio de 2011

Claudio Ferrufino nos muestra cómo el individuo tuvo que regirse por normas que pusieron fin a la matanza y al abuso de poder. fue en el Far West , como hoy en Bolivia que acata la decision del amo de turno

Far West

No se trata de vaqueros, pistoleros, apaches, prostitutas y garimpeiros en una determinada, y alejada, región sin ley. Hablamos de un estado, plurinacional, nacional, chuto, irregular; una situación que abarca hasta el último rincón de la geografía, donde la ilegalidad permitida, y fomentada, comparte características con aquella altamente ficcionalizada y dramática conquista del oeste norteamericano.








Allí, con aberraciones e injusticias, se fue moldeando un país, en desmedro de unos y favor de otros, en principio, con irrecuperables pérdidas. Hasta alcanzar el hoy, que sin ser perfecto, al menos ofrece garantías básicas para vivir, educarse. El imperio del deseo personal fue sometido a las reglas, casi siempre de manera brutal, y el individuo tuvo que regirse a normas colectivas que terminaron con la matanza y el abuso. En líneas generales, repito, con varias consideraciones.

En Bolivia, país singular, se acata las decisiones del amo de turno, con paciencia y servilismo asiáticos, por un lado. Por otro, cada quien ejerce su propia ley, por encima de los demás, de acuerdo al rango o poder: armado, administrativo, real o nominal. Cada quien es patrón y sirviente a la vez. Abusa cuando las circunstancias lo permiten o se convierte en faldero y lambiscón cuando le son adversas. Peligrosas dualidades; en parte causa del común retrato del boliviano como cobarde y traidor, mitómano y deificador.

Mientras los sicarios del lejano oeste fueron cediendo espacio a profesionales, colonos, agricultores, hacia una supuesta mejora, crecieron las ciudades y fueron puliéndose los roles. Implicó genocidio, falta de justicia, doblez, y tantas otras cosas que de entrada descalificarían el proceso, pero se hizo, y así están, mejor que ayer, a no dudarlo, con las salvedades que todo accionar histórico posee, y que no se pueden ya transformar. De algún modo se avanzó, contrariamente a nuestro territorio donde los pasos son inversos, y el progreso, considerado solo en términos materiales, es cada vez más venido de la delincuencia y el crimen.

En Norteamérica se dio lugar a un acelerado desarrollo, industrial y agrícola, que creó excedentes suficientes para impulsar la economía a una expansión mayor, ávida de nuevos territorios y exploradora de la ciencia a su servicio. En Bolivia corremos de manera espantosa a depender de un monocultivo, la coca, cuyas implicaciones parecen no ser vistas y menos analizadas: la transformación de la tierra en yermo, un futuro que en una década nos arrojará al destino famélico de Somalia.

Se continúa perorando acerca de la democracia, sin darse cuenta que el asunto perdió ya trascendencia, que no es cuestión, no más, de derrotar en las urnas políticas contrarias, en un marco de discusión productiva o sanas diferencias de puntos de vista. No es el caso. Estamos ante un gobierno que lleva por objetivo la absoluta destrucción, que en ánimo ignorante, vanidoso, rencoroso, se ha convertido en letal para la supervivencia de la entidad Bolivia. De seguir en esta senda frenética de expolio, no doy diez años más a nuestra existencia; asesinatos, secuestros, mutilaciones, son pequeños detalles de lo que se asoma: desierto, falta de agua, desastres climáticos, hambre. La muerte de la esperanza.

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