Mi rey (Diego Ayo)

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En todo caso si usted amable lector quería saber por qué una mujer que no es genocida, pedofílica o narcotraficante está encerrada en una prisión de máxima seguridad, la explicación está acá.

Diego Ayo politólogo

Lo del señor Quintana es digno de estudio. Me preocupa menos que haya tenido alguna relación íntima con la señora Zapata (dejemos pues la alusión a su condición de rey o a su ebullente flujo hormonal amazónico), que su caída como un operador del miedo del Gobierno. ¿Qué es un operador del miedo y cómo es que funciona? Para encontrar una respuesta conviene remitirnos al apasionante libro de Hisham Ramadan y Jeff Shantz, que, traducido del inglés, nos trae el título de Manufacturando fobias: la producción política del miedo en teoría y práctica. Este trabajo explica algunas tesis políticas verdaderamente llamativas.
La más relevante, como punto de partida, es aquella que asevera que en nuestra sociedad actual, los miedos fabricados por el poder son múltiples y, como nunca en la historia de la humanidad, tan generalizados y efectivos.
Hace 10.000 años cualquier miedo creado por los gobernantes de una tribu tenía límites precisos.

Hoy, los medios y redes hacen universal lo particular. El terrorismo, por dar un ejemplo, por ello mismo, es un fenómeno fundamentalmente moderno. Requiere de amplificadores del miedo para hacerse efectivo. Quintana es uno de ellos. Un eficiente, al menos hasta su conferencia de prensa, amplificador del miedo.
Una segunda tesis es que ese miedo generalizado es producido por ciertas élites políticas y/o económicas que ganan con ese miedo creado. No es que no haya algo de verdad pero ciertamente es una verdad que se ha convertido en tesis irrefutable. Basta ver un peruano ladrón para crear el miedo a todo extranjero -xenofobia- proveniente de ese país. ¿Quiénes ganan con esa “certeza”? Seguramente la Policía y los militares que así legitiman su existencia. Además, y aquí está la clave, quienes imponen esos miedos ganan respeto por la capacidad que tienen de derrotar lo que ellos mismos calculadamente han creado.

Estos señores crean pues miedos a su medida, sabiendo que pueden derrotarlos. No es pues la inteligencia de un candidato anti-inmigrantes (por ejemplo Le Pen en Francia) lo que saca cara por él, sino su capacidad de crear miedos y, luego, obviamente, suprimirlos.

Es el caso de Quintana. No le pidamos pues lealtad con el señor Kieffer, quien fuera su neoliberal jefe, ni respeto por el Estado de Derecho como en el caso de Leopoldo Fernández, ni espíritu plural con los opositores, tildados de lacayos del imperialismo, ni seriedad profesional en sus reflexiones, como en el caso de Valverde, acusado de narcotraficante aunque no haya pruebas que certifiquen lo dicho. No, no se lo pidamos. Él gana metiendo miedo.

Su tan menguado sueldo (como él lo reconoció, dejándonos apenados) depende de ello. No se le paga por su inteligencia y menos por su ética (algo que queda fuera de toda duda), se le paga por meter miedo.

Una tercera tesis tiene que ver con la certeza de que estos creadores del miedo son potencialmente engañadores. Muestran miedos que son (parcialmente) verdaderos pero a costa de no dar suficiente importancia a otros miedos que no rinden votos, pero son de verdadera preocupación ciudadana: miedo a lo nuclear, miedo a destruir el medioambiente, miedo a seguir dependiendo de los recursos naturales y demás. Se prioriza la agenda del miedo en función al crecimiento político del partido, el jefe político o uno mismo, por encima de los miedos más urgentes de ser tratados. Ergo, Quintana actúa (casi) siempre privilegiando ciertas “certezas” que ni remotamente son las más relevantes para la población. Eso es engaño y es la forma de proceder de un eficiente profesional del miedo.

Una cuarta tesis se refiere a que los operadores del miedo no debaten, no negocian y menos presentan ideas.

No: ellos meten miedo, lo que obliga al miedoso (nos obliga) a callar (la famosa auto-censura) o esconderse o, como en el caso de Quintana, a esconder a los habladores -aquellos que no tienen miedo o lo van perdiendo- en celdas, desde donde no puedan hablar (aunque afortunadamente sí pueden mandar chats).
En todo caso si usted amable lector quería saber por qué una mujer que no es genocida, pedofílica o narcotraficante está encerrada en una prisión de máxima seguridad, la explicación está acá: los operadores del miedo no discuten, pues ello los obligaría a decir la verdad. Acuden a su máxima pericia: el encierro, lo más efectivo y oscuro posible, de quienes osan hablar con la verdad.

Y la última tesis, mi preferida, tiene que ver con el cómo es que se vence a estos operadores. La respuesta nos lleva a comprender que estos profesionales viven del elogio a su supuesta valentía (“uta papá, lo has metido al Leopoldo, qué macho eres”), y por eso es que siguen permanentemente infundiendo temor.

Es por eso un ciclo vicioso que sólo se detiene cuando al profesional del miedo se oponen enemigos “pequeños”, aparentemente inofensivos, transparentes, desconocidos y/o jóvenes. No puede este singular profesional causar legitimidad en su audiencia, cuando al frente se sitúan inofensivos ciudadanos. Es ahí cuando su condición de generador del miedo y, por lo mismo, de mentiroso compulsivo, se devela. Y es que no puede decir que Zapata es secesionista, imperialista o de derecha. No da. Sus obsecuentes merodeadores no le pueden decir ya “qué macho, che”. No, la reacción es inversamente proporcional: “uta, que abusivo ya este cuate, clarito está mamando”.

Por eso, que este poeta borgiano sea un galán de novela, me tiene sin cuidado. Lo que sí me alegra es que este operador del miedo va perdiendo esa aureola que sólo un poder omnímodo le pudo proporcionar.