Uno de los rasgos de la corriente populista regional es la necesidad enfermiza de sus cultores de buscarse enemigos para camuflar el discurso vacuo. Otro, la insolencia, que como un genio al desvalido concede el reconfortante deseo de la superioridad sobre alguien mediante la simple desacreditación. La psicología tiene fichado a este espécimen: vulgarmente narciso o ególatra, claramente inseguro, acomplejado.
Como la misión de este triste personaje es saciar su ego –y así, parte de su trabajo es procurar que nadie le haga sombra– debe estar atento y cuidarse de los subversores del orden instituido por él. Cualquier presencia inoportuna –dicen los psicólogos que se preocupan por su salud¬– podría desestabilizarlo.
Su trabajo es, también, ponerse de acuerdo con sus pares de la región para crearse enemigos polarizando desde el mínimo conflicto hasta el más preponderante. De esta forma mantienen vivo al fantasma que, no por casualidad, ronda los palacios de todos los gobiernos socialistas: el de la conspiración.
Bajo esa estructura maniaca, cuando no aparece un infiltrado del Imperio que con su sábana blanca nacional quiere alterar el curso de la revolución, surge otro con los mismos atavíos –de terror– pero foráneo; en unos días, ese será Mario Vargas Llosa.
Los promotores de la llegada del Premio Nobel deberían pensar seriamente en enviar un ramo de flores al palacio de gobierno, cuyos ingenuos locatarios vertieron rabietas tan eximias que han garantizado el éxito de la estadía del peruano en Bolivia.
Siguiendo la receta del embajador Rocha en 2002, sólo ensalzaron la imagen del ilustre visitante.
Vargas Llosa debe estar gozando con la rusticidad de estos populistas que, desde hace semanas, vienen empeñándose en bajarle el perfil con soflamas desvaídas. Comprensiblemente, les aterra la posibilidad de que esta personalidad viniese a abrir los ojos de los bolivianos, a sacudir las aguas de la fuente de Narciso.
¡Pobres!, este Varguitas no les deja dormir tranquilos. Ahora que se ven obligados a tolerar la disidencia de una aventajada figura intelectual, no saben cómo defender su discurso de que en Bolivia, realmente, impera la democracia. La libertad de expresión no sirve sólo en apariencia: las apariencias que engañan sólo empobrecen las democracias.
La libertad de expresión, decía un empresario de medios afectado por las políticas restrictivas del chavismo, “no solamente es poder decirlo, sino decirlo y no ser molestado por eso”. Donde escasea la tolerancia no hay, sensu stricto, libertad de expresión.
Si alguien para sentirse mejor necesita desprestigiar al otro, o pisotear el democrático requisito de la tolerancia, probablemente está infestado con el complejo de Varguitas. Dice la nueva psicología interesada en los fenómenos parademocráticos del populismo que el “complejo de Varguitas” consiste en la ordinaria envidia de la persona que –trágicamente– percibe su insignificancia cuando se enfrenta a otra.
La psicología no lo dice, pero hay en este cuento cierta relación incestuosa y parricida, de amor y de odio, como la tiene Edipo, el del célebre complejo mitológico: un imberbe Varguitas invirtió sus más tiernos razonamientos políticos en la izquierda, y los populistas, heridos en su corazoncito socialista, ahora sienten la necesidad de atacarlo para sentirse mejor. Es también comprensible.
Médicamente está comprobado que no hay nada peor para el acomplejado y el inseguro, el arrogante y el narciso, que tomar conciencia del invasor llegando con una mano atrás y otra adelante, nada más que armado de palabras.
El autor es periodista y escritor
1 comentario:
Muy amable, Mauricio, por los elogios de su introducción. Y por amplificar la difusión de esta columna en su bitácora.
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