No puede hablarse de democracia si cualquiera de nuestros derechos fundamentales está amenazado, hipotecado o simplemente suspendido.
Por eso, no es ocioso, no lo será nunca decir una, diez, cien, mil o cien mil veces: los rasgos de autoritarismo no son simples reflejos formales, son hechos inherentes a la personalidad de los gobernantes y su régimen. No hay democracia que funcione separada de valores que no se practican. Sería como suponer que alguien que va por la calle ejerciendo el matonaje puede presumir de pacifismo.
Ahora nos tiene a mal traer la ley contra el racismo y la discriminación. Una vez más, la coartada, el celofán, el adorno que disfraza la arbitrariedad y la discrecionalidad es una buena causa. ¿Quién puede oponerse a una ley que defienda a los ciudadanos de ser discriminados, excluidos o simplemente insultados por razones vinculadas a su origen, su color, su lengua, su sexo, su opción sexual, sus creencias políticas o religiosas? ¿Quién podría oponerse a ello además en un país con una lamentable tradición de racismo y discriminación, y ante la evidencia de que aún portamos el reflejo racista por una larga historia mal encarada durante siglos? ¿Quién puede dudar hoy que, contra lo que podría presumirse, estos cuatro años y medio gobernados por un presidente indígena, en buena medida por su propia decisión, no han hecho otra cosa que exacerbar diferencias, aumentar enconos, promover el revanchismo y no entender el verdadero “nosotros” que es un “nosotros, todos”?
Tras el celofán, tras la declaración retórica o real por la igualdad, viene empaquetado un atentado inaceptable contra la libertad, contra la esencia de esa idea, es decir contra el principio por el que teóricamente se promulgó la ley.
Para ello es indispensable responder algunas preguntas: ¿Es la libertad de expresión un valor en sí mismo? ¿Es uno de los valores más importantes entre los principales derechos humanos? ¿Puede concebirse el desarrollo de la plenitud humana sin libertad de expresión? ¿Son todas estas preguntas un conjunto de obviedades? Si lo fueran, no estaríamos enzarzados en este debate.
A pesar de ello, convengamos en que las respuestas sucesivas a todas estas preguntas son un rotundo sí que, sin embargo, hasta ahora ha resuelto muy poco. Como se ha resuelto poco cuando en Bolivia una mayoría de sus habitantes acepta que la democracia es un valor esencial e inexcusable para vivir en este siglo. La razón de esa insuficiencia es la gran confusión que vivimos a la hora de definir esos valores teóricamente universales y compartidos por todos.
¿Qué es libertad de expresión? ¿Cuáles son sus alcances y cuáles sus límites? ¿Cómo compatibilizamos la libertad de expresión como forma individual, como forma colectiva y como forma intermediada?
Es, para apelar al manual, el derecho a la libre expresión de las ideas. Debiéramos sumar también el criterio de que es el derecho a la expresión de un pensamiento libre y de una conciencia libre.
Es contra estos conceptos que atenta el presidente Morales y su Gobierno. Es además una acción que se ejecuta con el estilo ya conocido: el de la amenaza, la espada de Damocles sobre la cabeza de los “enemigos” potenciales o reales del gobernante, en este caso los medios, pero los medios no como abstracción, sino en concreto: sus propietarios, sus directores y ejecutivos, sus periodistas. La espada no puede estar más afilada. Entre las heridas que de ella pueden salir está la cárcel.
Es sobre la idea de que no hay posibilidad alguna de diálogo, de debate abierto de ideas, de una discusión que enriquezca y que contraste, que se construye la afirmación de quien gobierna: “Lo hago porque soy el poder y lo detento sin límites, no escucho a nadie, no rectifico ni corrijo ni modero nada”.
¿Se puede aceptar que un Gobierno actúe así? Por supuesto que no, no se puede ni se debe. Es indispensable dejar constancia de que éste es un atentado más contra la democracia, no contra una palabra ni contra un concepto etéreo, sino contra un derecho esencial. El Gobierno no tiene la potestad, no puede ni debe tenerla nunca, de definir qué es racismo y qué es discriminación. Esa lectura subjetiva da lugar al ejercicio atrabiliario del poder. Y, una vez más, el Gobierno controla el Poder Judicial y el Ministerio Público. Pero aun suponiendo que no los controlara, un poder independiente no debiera tener en sus manos un mecanismo tan amplio como el que la ley le da.
Es indispensable entender que los delitos que se cometan desde los medios en éste y otros ámbitos deben ser juzgados en el marco de los códigos y las leyes que se aplican a cualquier ciudadano y en los estrados que la justicia aplica a cualquiera de los bolivianos. Ninguna ley que tenga como objetivo específico amenazar a un sector puede considerarse equilibrada y justa, mucho menos una que se estrella directamente contra uno de los derechos más importantes de una persona y una comunidad: el de expresarse libremente.
¿Qué otra prueba adicional necesitamos para afirmar que vamos camino al autoritarismo? ¿Cuándo ejercerá el Gobierno la democracia plena y el pluralismo para probar que su legitimidad de voto se demuestra en la legitimidad del ejercicio de gobierno que ese voto le dio?
El autor es ex Presidente de Bolivia
No hay comentarios:
Publicar un comentario