Como espectáculo estuvo muy bien montada la 42 Asamblea de Organización de Estados Americanos (OEA) celebrada en la localidad cochabambina de Tiquipaya. Los asistentes pudieron disfrutar de un baño de cultura ancestral ante un marco humano impresionante, que vitoreaba o rechiflaba las intervenciones de los oradores, lo que le permitió al presidente boliviano demostrar que todavía goza del apoyo popular y tapar de alguna manera la situación de descontento que se ha estado viviendo en el país y que amenazaba con empañar la cita internacional. Al parecer tuvo éxito la estrategia y no hará falta castigar a nadie, como se había amenazado a aquellos parlamentarios que estaban queriendo tomar la cumbre como muro de los lamentos.
El presidente Morales pudo aprovechar la cumbre para relanzar su discurso antiimperialista que tanto furor ha causado en el mundo. Tanto él como su canciller se cuidaron muy bien de no caer en el clásico anecdotario que suelen lanzar en las reuniones multilaterales y se abocaron a acicatear con fuerza el andamiaje interamericano desde todos sus flancos. El mandatario no sólo ha cuestionado la propia existencia de la OEA, sino también la vigencia de mecanismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), entre otros, instituciones que reciben críticas cotidianamente y desde diversos bandos.
El espectáculo más fuerte se dio a la hora de las reivindicaciones. El trato que se le dio a la delegación chilena parecía una suerte de vendetta del hincha malherido por la derrota que había sufrido la selección boliviana el día anterior. Demasiadas hormonas, una sobredosis de prepotencia que no se justifica en una ceremonia diplomática y menos cuando se oficia de anfitrión. Los chilenos, que tienen mucha experiencia cuando se trata de capear situaciones como ésta (recordemos cómo Lagos vapuleó a Carlos Mesa en México) optaron por no asistir –caso del canciller Moreno-, o de retirarse del salón cuando se apeló al acto chapucero y chauvinista de interpretar el himno al mar.
Si el interés era humillar a los chilenos y demostrar que el gran fervor marítimo boliviano sigue en pie, se ha cumplido el objetivo. El Gobierno boliviano ha quedado frente al pueblo como un gran pendenciero que no se calla delante del imperio y menos ante el invasor. La diplomacia chilena ha reaccionado iracunda, no sólo por el papelón que tuvieron que pasar, sino porque en el acto principal de la cumbre se ha comparado la demanda marítima boliviana con el reclamo argentino hacia el imperialismo británico por las Islas Malvinas. Para ellos la imagen también cuenta, el problema es que en Bolivia el saldo a favor ha sido sólo eso, el espectáculo.
Lamentablemente, después de la Cumbre (que no incluyó en ninguna de sus declaraciones oficiales la demanda marítima boliviana) las cosas volverán a lo mismo en los asuntos del mar. Chile seguirá insistiendo en sus derechos ganados a través del Tratado de 1904 y Bolivia continuará en su indeterminación, su falta de consistencia, en sus amenazas y escasa proyección del verdadero objetivo de recuperar el acceso al Océano Pacífico. Después de esta cumbre, las relaciones con Chile se habrán enturbiado más, el diálogo seguirá alejándose y Bolivia no tendrá más que seguir cantando su eterno lamento.
El presidente Morales pudo aprovechar la cumbre para relanzar su discurso antiimperialista que tanto furor ha causado en el mundo. Tanto él como su canciller se cuidaron muy bien de no caer en el clásico anecdotario que suelen lanzar en las reuniones multilaterales y se abocaron a acicatear con fuerza el andamiaje interamericano desde todos sus flancos. El mandatario no sólo ha cuestionado la propia existencia de la OEA, sino también la vigencia de mecanismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), entre otros, instituciones que reciben críticas cotidianamente y desde diversos bandos.
El espectáculo más fuerte se dio a la hora de las reivindicaciones. El trato que se le dio a la delegación chilena parecía una suerte de vendetta del hincha malherido por la derrota que había sufrido la selección boliviana el día anterior. Demasiadas hormonas, una sobredosis de prepotencia que no se justifica en una ceremonia diplomática y menos cuando se oficia de anfitrión. Los chilenos, que tienen mucha experiencia cuando se trata de capear situaciones como ésta (recordemos cómo Lagos vapuleó a Carlos Mesa en México) optaron por no asistir –caso del canciller Moreno-, o de retirarse del salón cuando se apeló al acto chapucero y chauvinista de interpretar el himno al mar.
Si el interés era humillar a los chilenos y demostrar que el gran fervor marítimo boliviano sigue en pie, se ha cumplido el objetivo. El Gobierno boliviano ha quedado frente al pueblo como un gran pendenciero que no se calla delante del imperio y menos ante el invasor. La diplomacia chilena ha reaccionado iracunda, no sólo por el papelón que tuvieron que pasar, sino porque en el acto principal de la cumbre se ha comparado la demanda marítima boliviana con el reclamo argentino hacia el imperialismo británico por las Islas Malvinas. Para ellos la imagen también cuenta, el problema es que en Bolivia el saldo a favor ha sido sólo eso, el espectáculo.
Lamentablemente, después de la Cumbre (que no incluyó en ninguna de sus declaraciones oficiales la demanda marítima boliviana) las cosas volverán a lo mismo en los asuntos del mar. Chile seguirá insistiendo en sus derechos ganados a través del Tratado de 1904 y Bolivia continuará en su indeterminación, su falta de consistencia, en sus amenazas y escasa proyección del verdadero objetivo de recuperar el acceso al Océano Pacífico. Después de esta cumbre, las relaciones con Chile se habrán enturbiado más, el diálogo seguirá alejándose y Bolivia no tendrá más que seguir cantando su eterno lamento.
El trato que se le dio a la delegación chilena parecía una suerte de vendetta del hincha malherido por la derrota que había sufrido la selección boliviana el día anterior. Demasiadas hormonas, una sobredosis de prepotencia que no se justifica en una ceremonia diplomática y menos cuando se oficia de anfitrión.
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