El ideal griego de la mesura es una de las más bellas enseñanzas que el mundo antiguo puede ofrendar al hombre de nuestros días; éste, aguijoneado por un insaciable anhelo de poder y de riqueza, parece insensible a otros incentivos de la conducta que no sean los que se cifran en la pasión de la codicia. Como se sabe, lo propio de ésta –bien sea su objetivo el mando o el dinero- es que la ansiedad que ella suscita es inagotable; la ambición de poder reclama siempre más poder, como la apetencia de riquezas tampoco se colma con las ya poseídas. El hombre actual se dispara tras ideales inaccesibles que huyen a medida que aquél conquista sólo vanos paliativos a su inquietud. Sin lograr jamás aplacan su fuego interior, el hombre moderno va siempre en pos de un fugitivo más allá. Lo característico de la vida contemporánea es, pues, la ausencia de límites, el impulso hacia el infinito, el dinamismo, la aceleración del ritmo vital.
Nada más opuesto a esta realidad que el modo de vivir helénico, encerrado en un orbe armonioso, hecho a la medida humana, bañado por la clara luz del cielo ateniense. Ninguna palabra expresa tan certeramente esta devoción de los griegos por la inteligencia ordenadora, empeñada en delimitar rigurosamente los contornos de las cosas, como el término “mesura”. Mesura es medida, canon, límite, forma. Cuando Sócrates interroga a los ciudadanos de Atenas sobre el significado exacto de los conceptos, lo que hace es definirlos, determinar sus fines, sus límites concretos, cincelar –como hace el escultor con el mármol o la piedra- la figura conclusa, geométricamente trazada, de un pensamiento.
Lo que está más allá de los límites, aquello que implica una extralimitación o transgresión del orden natural de la existencia, atenta contra el equilibrio racional del cosmos. Los griegos –y, bajo su influjo, igual harán los romanos- piensan que todo exceso, toda extremosidad, es reprobable y, por tanto, puede excitar la ira vengativa de los dioses. “Ne quid nimis” dirán los latinos: nada en exceso, la exageración da origen siempre a una desorbitación en la conducta que es el principio de todo desequilibrio en el orden moral y en el de la inteligencia.
La teoría de las virtudes expuesta por Aristóteles expresa, por modo admirable, hasta qué punto la idea de la mesura impregna las más elevadas concepciones éticas del pueblo heleno. Con arreglo a dicha doctrina, la conducta moralmente valiosa es la que resulta de haber rehuido los extremos, buscando siempre el justo término medio; si es mala la avaricia, no lo es menos la prodigalidad; la generosidad están entre ambos extremos y es el camino que el alma virtuosa debe emprender. Así también, la valentía es la virtud que no se inclina ni hacia la cobardía ni hacia la temeridad, los dos extremos censurables. Del examen de todas las demás virtudes se desprende, igualmente, este principio de la vida moral: que el bien está en el justo medio y el mal en los extremos.
Una de las más hermosas concreciones legendarias de esta concepción espiritual es la que aparece en el mito de Dédado, el arquitecto, y de Ícaro, su desprevenido e incontenible hijo. Ambos se hallan en Creta, de donde han resuelto huir, pues Minos, el rey, les tienen condenados a la más dura servidumbre. Dédalo, ingeniosísimo inventor, ha hallado el medio de escapar de la isla; fabrica para él y su hijo alas que deben ir adosadas a sus espaldas y brazos, pero una vez que su hijo se siente dispuesto a emprender el vuelo que les llevará lejos de la prisión en que se encuentran, Dédalo le advierte: “es preciso que volemos ni muy alto ni muy bajo, en medio de la atmósfera; si nos elevamos demasiado, nos dañará el calor del sol, y si avanzamos muy a ras de la superficie, podremos tropezar con los escollos o las olas del mar”. Pero Ícaro, tan pronto como se vio flotando en el espacio, gozoso de la libertad que le daban sus alas, desoyó los avisos de su padre, se remontó a una altura desmesurada, sin darse cuenta de que los rayos del sol iban lentamente derritiendo la cera que adhería las plumas a su cuerpo. Por último, las alas se desprendieron, el niño nada pudo hacer para evitar su caída y al fin el profundo piélago vio cómo se sumergía en sus aguas, ante la desesperada vista de su padre, el cuerpo del muchacho, que no supo oír las advertencias que se le hicieron.
Ni muy alto ni muy bajo; he aquí en qué consisten los consejos de la prudencia y de la rectitud moral. Constantemente esta idea acompaña las más elevadas especulaciones de los filósofos y de los historiadores griegos. Así, entre estos últimos, Heródoto vuelve una y otra vez a mostrar las trágicas consecuencias que la extralimitación–la hybris- puede acarrear sobre los individuos o sobre los imperios. El más claro ejemplo, en lo que atañe al orden individual, lo suministra la vida de Creso, rey de Lidia, el cual, creyéndose el más feliz de los mortales, juzga que la fortuna habrá de seguir acompañándole en todas sus empresas; en el orden colectivo e histórico, el testimonio más impresionante es el que aporta la biografía de Jerjes, soñando con el dominio universal sobre todos los pueblos de la tierra, incluyendo a la pequeña Grecia, la única nación que hasta entonces ha conseguido preservar su independencia. El fin trágico de uno y otro muestra de qué modo, según Heródoto, los dioses castigan a quienes se han dejado llevar por un desmesurado anhelo de felicidad, de riqueza o de poder.
La idea de la mesura muestra, al mismo tiempo, uno de los rasgos esenciales que hacen de la cultura griega una creación histórica adaptada admirablemente a la medida de lo humano, y, de otro lado, una de los enseñanzas que esta misma cultura puede deparar a la civilización de nuestros días como remedio a uno de sus peligros más notorios: el de la presunción desmedida, el de la deshumanización de sus métodos y valoraciones.
Jorge Siles Salinas es miembro de las Academias Bolivianas de la Historia y de la Lengua, correspondientes de las Reales Academias Españolas
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