Es hora de desterrar confrontaciones innecesarias. Por el interés de la nación y del propio régimen, no es posible continuar en esta dinámica
La decisión de las autoridades de gobierno de imponer su voluntad por encima de cualquier otra consideración está llegando a extremos. Ahora, nuevamente su blanco es la Iglesia Católica y, esta vez, a través de quien probablemente ha sido uno de los obispos más cercanos al propio presidente del Estado y a los dirigentes de los movimientos sociales que hoy apoyan al Gobierno cuando se encontraban en el llano.
Corresponde recordar que la Iglesia y el periodismo se encuentran –cada cual en su específico campo y misión– entre quienes más han criticado los proyectos político-económicos que pretendieron dominar la sociedad. De hecho, no se debe olvidar que ambos sectores, a su debido tiempo, resistieron a los Gobiernos dictatoriales que asolaron al país hasta 1982, y desde entonces han sido, por un lado, severos críticos de las políticas aplicadas cuando éstas afectaban el interés de los más desposeídos y, por el otro, instrumentos para que éstos puedan hacer escuchar su voz en la sociedad.
De ahí que es difícil explicar el encono con el que desde el poder se agrede a los obispos de la Iglesia y a los distintos gremios del periodismo. La única explicación que se puede encontrar es que el Gobierno ha decidido avanzar por el camino del “control total” de la sociedad, preanunciado por el vicepresidente del Estado hace algunos meses, y en él la Iglesia y los medios de comunicación, dada su tradición, son un obstáculo que debe ser eliminado porque, además, sus “estrategias envolventes” no los han podido seducir para adscribirlos a su proyecto de poder.
En ese contexto es realmente lamentable cómo se están echando por la borda conquistas democráticas que tanto han costado al pueblo y que fueron posibles de alcanzar a partir de la recuperación de la institucionalidad democrática que, con todas sus imperfecciones y limitaciones (que siempre son posibles de corregir, a condición de que se lo haga en democracia), lograron que bajen los niveles de extrema pobreza y se eliminen muchas barreras de exclusión. En este retroceso institucional llega a ser doloroso el uso, desde el poder, de dirigentes y movimientos populares al peor estilo de las épocas dictatoriales. Así, las amenazas vertidas por algunas autoridades y dirigentes cocaleros contra el arzobispo de Cochabamba por las advertencias que ha hecho sobre el incremento del narcotráfico (reconocidas incluso por el propio primer mandatario en varias oportunidades) recuerdan los “manifiestos” y declaraciones suscritas por dirigentes adscritos a la dictadura de turno y que se difundían sin control alguno por los medios estatales contra, por ejemplo, los “curas extranjeros, tontos útiles del castromunismo”.
Pero es hora de desterrar confrontaciones innecesarias. Por el interés de la nación y del propio régimen, no es posible continuar en esta dinámica. Bolivia tiene muchos y profundos problemas cuya resolución requiere de mecanismos de coordinación, concertación, control y fiscalización que permitan desarrollar una gestión exitosa, porque podríamos aprovechar –como no lo estamos haciendo– una de las oportunidades más excepcionales de nuestra historia económica para poder impulsar un proceso de desarrollo sustentable y con justicia social. De pelea en pelea todos nos desgastamos y vamos encausando al país hacia el despeñadero.
El Gobierno tiene la palabra.
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