Las alarmas se han encendido. El atrevido, el irrespetuoso presidente de Bolivia, Evo Morales, osó cuestionar uno de los pilares que sostienen el imaginario nacional hegemónico costarricense, desde la abolición del ejército en 1948. “Yo digo que Costa Rica no tiene Fuerzas Armadas, pero sus Fuerzas Armadas son las de Estados Unidos”, afirmó el mandatario en un acto oficial en La Paz.
Agraviado, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Costa Rica deploró mediante un comunicado las declaraciones de Morales. Hay desafíos mayores para la región, rezaba el documento: “el narcotráfico, el crimen organizado o las catástrofes naturales, entre muchos otros”. En ese orden. El canciller René Castro zanjó el asunto por la vía de laexcepcionalidad costarricense: “cuesta entender la idiosincrasia que este pueblo desarrolló”.
¡Corto de miras o mal informado, este presidente Evo Morales!
Que no entiende que el gobierno de un país sin ejército debió enlistarse en la coalición que, comandada por el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, invadió Irak en el año 2003, al costo de cientos de miles de vidas humanas perdidas, y en flagrante violación del derecho internacional y las resoluciones de la Organización de Naciones Unidas, porque había que complacer al Comandante en Jefe en las negociaciones de un Tratado de Libre Comercio.
Que no entiende que, en un país sin ejército, el gobierno de un Premio Nobel de la Paz termine plegándose a los sectores más reaccionarios de las élites políticas, militares y empresariales de Honduras y los Estados Unidos, para “blanquear” un golpe de Estado; y tampoco da con las razones que explican por qué un Premio Nobel de la Paz establece relaciones con lo peor del aparato de seguridad colombiano, para que asesore a la policía política costarricense (la DIS, hermana menor del DAS uribista), ni comprende los beneficios de atraer capitales extranjeros -especialmente si están vinculados con el paramilitarismo- para que fortalezcan las inversiones en nuestra economía.
Que no entiende que para perseguir las pequeñas embarcaciones de los narcotraficantes, en las rutas que suplen la demanda del mercado norteamericano, era necesario que el gobierno de la presidenta Laura Chinchilla y los partidos aliados al oficialismo en la Asamblea Legislativa aprobaran el ingreso a discreción en territorio nacional de hasta 46 buques de la armada y más de 10 mil marinos estadounidenses. Estamos en guerra contra un enemigo maligno y toda medida extrema debe aceptarse con resignación.
Que no entiende que es mejor ver soldados extranjeros recorriendo las calles de nuestras ciudades, antes que narcotraficantes, como lo ha dicho el Comisionado Antidrogas del gobierno costarricense (¡qué importa que los verdaderos capos enriquezcan sus cuentas al amparo de los paraísos fiscales, el secreto bancario y la complicidad del sistema financiero internacional!).
¡Pobre presidente Morales, que simplemente no entiende lo que viene sucediendo en Costa Rica en los últimos años! Lego en las altas artes del pragmatismo neoliberal, Evo ignora cómo se administra la neocolonialidad en la Centroamérica del siglo XXI.
Por eso, al escuchar sus críticas, no han faltado a la cita las voces que lanzan la carta -usada a conveniencia- de la excepcionalidad costarricense: ese manido recurso con el que se intenta fraguar, frente a la opinión pública, las grietas inocultables que las equivocadas decisiones de política exterior de nuestros gobiernos abrieron, en los últimos años, en el consenso social y el imaginario de la paz. Especialmente por el curso que, en distintos ámbitos, han tomado las relaciones con los Estados Unidos.
Pero somos diferentes y el presidente boliviano no lo entiende. Y eso ha molestado a muchos en la Suiza centroamericana. No la presencia del buque de guerra estadounidense USS Iwo Jima en Puerto Limón, en la costa del Caribe, ni el ruido de las hélices y motores de los helicópteros militares que la semana anterior sobrevolaron, en reiteradas ocasiones, nuestro territorio, sino las palabras de Evo Morales: esas que tanto incomodan a los guardianes de la guardarropía histórica de la identidad nacional y los artefactos con los que el poder, en tiempos de crisis, pretende evadir las fracturas y los reflejos deformes en el espejo de la realidad presente.
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