No podemos convivir con la corrupción, reconoció esta semana la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, durante su estratégica visita a México, donde se reunió con Enrique Peña Nieto. Paradójicamente, ambos mandatarios están bajo la picota por sonados casos de corrupción que han puesto en entredicho su confiabilidad frente a los cada vez más exigentes electorados.
América Latina enfrenta un momento lleno de contradicciones en este sentido. El boom económico de los últimos años permitió a la región evadir en gran medida la crisis financiera global que sacudió a las principales economías del mundo en las últimas décadas. Las jugosas ganancias por las exportaciones de materias primas y un ordenamiento evidente de las cuentas públicas abrieron las puertas a un crecimiento sostenido que, hoy, se ha visto ralentizado por el bajón en China, principalmente. Los recursos obtenidos de esas ventas ampliaron la distribución de recursos públicos y la ampliación de la inversión en infraestructura. El resultado evidente ha sido el derrumbe de los índices de pobreza y la ampliación de los sectores de clase media. Pero la agenda ha quedado incompleta, en gran medida, por el retraso existente en las clases políticas que gobiernan la mayoría de los países de la región, sean estos de izquierda, de centro o de derecha, que siguen cayendo en manos del flagelo de la corrupción. Rousseff y Peña Nieto son dos ejemplos claros de este fracaso. Los escándalos del ‘mensalão’ y de Petrobras, en Brasil, y las concesiones vinculadas a casas de lujo, en México, señalan que en los dos países más grandes e influyentes de la región el asunto está pendiente.
Desafortunadamente, no son los únicos. La presidenta de Chile, Michelle Bachelet, enfrenta por estas horas serios cuestionamientos por los casos Nuera-Gate y Soquimich, lo que ha roto la tradicional imagen de Chile como país libre de corrupción. Ni hablar de Venezuela, que aparece entre los países más corruptos del mundo, según Transparencia Internacional. Ni Argentina, cuyo vicepresidente está procesado por una licitación irregular para la impresión de billetes bajo un supuesto tráfico de influencias.
Bolivia tampoco está ausente del fenómeno. El desfalco de dinero público en el Fondo Indígena, los casos de corrupción en YPFB y las sospechas de licitaciones amañadas en diversas áreas señalan que en Bolivia tampoco hemos superado este flagelo. Ojalá los sectores políticos tomen nota de este problema y adopten medidas en serio para librar a la región de la recurrente e histórica corrupción
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