¿Cuáles son los valores de la sociedad boliviana? ¿Cuáles son las virtudes que persigue y que busca imitar o cuando menos realzar como modelo para las futuras generaciones? Podemos darnos cuenta fácilmente con los premios, con las designaciones de “personaje del año” o algo parecido; con aquellos actos públicos en los que se destaca la labor de algunas personalidades de la sociedad, a veces anónimos, pero que los medios de comunicación y las instituciones públicas y privadas se encargan de sacar a la luz para que todos los conozcamos y valoremos la contribución que hacen en distintos ámbitos.
Y cada fin de año tenemos la oportunidad, tanto a nivel nacional como internacional de confirmar nuestros pálpitos o sorprendernos con las decisiones de quienes suelen analizar muy bien antes de tomar una decisión. Y casi nunca se equivocan, como ocurre con los que eligen al Premio Nobel de la paz, por ejemplo.
Quién podría equivocarse con el Papa Francisco y sus valores de sencillez y esfuerzos por llevar el mensaje de paz a todos los rincones del mundo; o con Mandela, sinónimo de perdón y reconciliación; con el empresario que vence los obstáculos que le pone el Gobierno; con el voluntario que lucha mejorar las condiciones de vida de la niñez, de los enfermos y de los más desvalidos; con el dirigente que desafía al autoritarismo por defender a los indígenas o el joven deportista que representa disciplina, coraje y determinación.
Se trata de personas que dejan una huella para que podamos seguirlos, un ejemplo para imitar, un testimonio que confirma que se puede contribuir a mejorar el mundo desde cualquier posición, sin importar los medios económicos, la formación intelectual o el contexto, que a veces puede ser adverso.
Llama la atención que muy pocas veces se incluye en la lista de premiados a los líderes políticos, a los funcionarios públicos y a aquellos que ejercen altas responsabilidades públicas, pero que han sido merecedores del voto popular. Sería inaudito considerar que todas las entidades mencionadas se ponen de acuerdo para ignorarlos y lo más sensato es pensar que ni siquiera la ciudadanía los elegiría para ponerlos a la altura de modelos para sus hijos, como sujetos que encarnan valores supremos.
¿Por qué se da esta dicotomía tan profunda y perturbadora? Existen tres alternativas: la primera es lo que normalmente pensamos, que en la política no suele haber espacio para los buenos, para los bondadosos y los que como Mandela, eligen el perdón en lugar del odio; segundo, que la gente con valores siente un rechazo por las maneras de manejar los asuntos públicos y prefiere apartarse y desarrollar sus actividades desde el anonimato o a través de entidades no gubernamentales. En tercer lugar hay que pensar también en la transformación, mejor dicho en la metamorfosis que suelen sufrir aquellos que pasan a ejercer el poder, mucho más cuando no existen contrapesos, cuando no hay referentes que señalen un camino a seguir o cuando el paradigma que se impone desde arriba es precisamente la transgresión de los valores.
Lo peor de todo es que la sociedad en pleno está fallando, al no ejercer, desde la escuela, desde las iglesias, desde los hogares y todos los espacios públicos y privados una labor pedagógica más fructífera capaz de conseguir en la gente tendencia más clara hacia aquellos valores que supuestamente perseguimos. De lo contrario, todo resulta ser hipocresía.
Y cada fin de año tenemos la oportunidad, tanto a nivel nacional como internacional de confirmar nuestros pálpitos o sorprendernos con las decisiones de quienes suelen analizar muy bien antes de tomar una decisión. Y casi nunca se equivocan, como ocurre con los que eligen al Premio Nobel de la paz, por ejemplo.
Quién podría equivocarse con el Papa Francisco y sus valores de sencillez y esfuerzos por llevar el mensaje de paz a todos los rincones del mundo; o con Mandela, sinónimo de perdón y reconciliación; con el empresario que vence los obstáculos que le pone el Gobierno; con el voluntario que lucha mejorar las condiciones de vida de la niñez, de los enfermos y de los más desvalidos; con el dirigente que desafía al autoritarismo por defender a los indígenas o el joven deportista que representa disciplina, coraje y determinación.
Se trata de personas que dejan una huella para que podamos seguirlos, un ejemplo para imitar, un testimonio que confirma que se puede contribuir a mejorar el mundo desde cualquier posición, sin importar los medios económicos, la formación intelectual o el contexto, que a veces puede ser adverso.
Llama la atención que muy pocas veces se incluye en la lista de premiados a los líderes políticos, a los funcionarios públicos y a aquellos que ejercen altas responsabilidades públicas, pero que han sido merecedores del voto popular. Sería inaudito considerar que todas las entidades mencionadas se ponen de acuerdo para ignorarlos y lo más sensato es pensar que ni siquiera la ciudadanía los elegiría para ponerlos a la altura de modelos para sus hijos, como sujetos que encarnan valores supremos.
¿Por qué se da esta dicotomía tan profunda y perturbadora? Existen tres alternativas: la primera es lo que normalmente pensamos, que en la política no suele haber espacio para los buenos, para los bondadosos y los que como Mandela, eligen el perdón en lugar del odio; segundo, que la gente con valores siente un rechazo por las maneras de manejar los asuntos públicos y prefiere apartarse y desarrollar sus actividades desde el anonimato o a través de entidades no gubernamentales. En tercer lugar hay que pensar también en la transformación, mejor dicho en la metamorfosis que suelen sufrir aquellos que pasan a ejercer el poder, mucho más cuando no existen contrapesos, cuando no hay referentes que señalen un camino a seguir o cuando el paradigma que se impone desde arriba es precisamente la transgresión de los valores.
Lo peor de todo es que la sociedad en pleno está fallando, al no ejercer, desde la escuela, desde las iglesias, desde los hogares y todos los espacios públicos y privados una labor pedagógica más fructífera capaz de conseguir en la gente tendencia más clara hacia aquellos valores que supuestamente perseguimos. De lo contrario, todo resulta ser hipocresía.
La sociedad en pleno está fallando, al no ejercer, desde la escuela, desde las iglesias, desde los hogares y todos los espacios públicos y privados una labor pedagógica más fructífera capaz de conseguir en la gente tendencia más clara hacia aquellos valores que supuestamente perseguimos. De lo contrario, todo resulta ser hipocresía.
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