el renunciamiento al poder "eterno", hemos llegado "para quedarnos" y el real valor de la Democracia "no más de un mandato"se acabó el odio y la agresión. hora del "entendimiento fraterno"
interesante reflexión de El Dia de S.C.
En 1964, durante el alegato final del juicio que lo condenó a cadena perpetua, Nelson Mandela pronunció uno de sus más célebres discursos en el que hizo una promesa que cumpliría 30 años más tarde, cuando se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica. En aquella ocasión, Madiba dijo que su lucha era contra la dominación blanca y también contra la dominación negra y que su mayor ideal era crear una sociedad libre y democrática en la que todas las personas convivan en igualdad de oportunidades.
Y pese a que mencionar el nombre de Mandela estaba prohibido en Sudáfrica, cuando salió de la cárcel se aseguró que en la Constitución de Sudáfrica no exista ni un solo artículo discriminatorio contra los blancos que lo habían encarcelado y torturado y menos aún, un párrafo que ponga a los negros por encima de los demás o con privilegios especiales.
No solo fue el cumplimiento de una promesa y la negación de todos los pronósticos que hacían los políticos blancos sobre el supuesto caos y revanchismo que se impondría en Sudáfrica con una virtual victoria de la causa negra, sino la mejor estrategia política para asegurar la paz y la prosperidad de un país que ha mantenido su rumbo como potencia económica mundial. De no haberlo hecho, Mandela hubiera desatado el odio y la división, el resentimiento y las ansias de venganza en una nación en la que además de eliminar el Apartheid y la supremacía blanca, había que unificar a las tribus, a los clanes internos y a los millones de inmigrantes hindúes, árabes y de otras nacionalidades africanas que han convertido a ese territorio en uno de los crisoles más diversos del continente negro.
Mandela conocía las experiencias de la India, de Zimbabwe y de tantos otros países donde la lucha por la libertad y la equidad degeneró en nuevas estructuras de opresión que postergaron por mucho tiempo y en algunos casos destruyeron las ambiciones de progreso y pacificación. Mandela corría el riesgo de desatar una guerra civil, como ha sucedido en numerosas repúblicas africanas que alcanzaron la independencia en los últimos 50 años o como Egipto, Libia o Túnez, donde la democracia todavía es una quimera y miles siguen muriendo en luchas internas tratando de alcanzar la fraternidad.
Y pese a que Mandela siempre ha sido un hombre de izquierda, que sus ideas abrevaron en los postulados socialistas y que su lucha siempre estuvo apoyada por líderes como Fidel Castro, cuando llegó a la presidencia de Sudáfrica supo interpretar perfectamente que su objetivo era apuntalar el sistema democrático y fomentar la libertad de los ciudadanos de su país orientados hacia el emprendimiento y la iniciativa privada. Él más que nadie comprendió que la Guerra Fría había terminado, que la cortina de hierro se había derrumbado y que la nueva era exigía apertura política y económica.
Cuando llegó a la presidencia, Mandela también entendió que su legado debía ir más allá del ejercicio mismo del poder, que su trabajo para construir una Sudáfrica unida necesitaba un gran gesto de renuncia y desprendimiento y a pesar de que hubiera contado con el apoyo necesario para adquirir un mandato prolongado, él mismo propuso eliminar la reelección en la Constitución sudafricana. Eso le valió a Madiba un sitial en la historia, más que un puesto pasajero en la administración política de Sudáfrica.
Y pese a que mencionar el nombre de Mandela estaba prohibido en Sudáfrica, cuando salió de la cárcel se aseguró que en la Constitución de Sudáfrica no exista ni un solo artículo discriminatorio contra los blancos que lo habían encarcelado y torturado y menos aún, un párrafo que ponga a los negros por encima de los demás o con privilegios especiales.
No solo fue el cumplimiento de una promesa y la negación de todos los pronósticos que hacían los políticos blancos sobre el supuesto caos y revanchismo que se impondría en Sudáfrica con una virtual victoria de la causa negra, sino la mejor estrategia política para asegurar la paz y la prosperidad de un país que ha mantenido su rumbo como potencia económica mundial. De no haberlo hecho, Mandela hubiera desatado el odio y la división, el resentimiento y las ansias de venganza en una nación en la que además de eliminar el Apartheid y la supremacía blanca, había que unificar a las tribus, a los clanes internos y a los millones de inmigrantes hindúes, árabes y de otras nacionalidades africanas que han convertido a ese territorio en uno de los crisoles más diversos del continente negro.
Mandela conocía las experiencias de la India, de Zimbabwe y de tantos otros países donde la lucha por la libertad y la equidad degeneró en nuevas estructuras de opresión que postergaron por mucho tiempo y en algunos casos destruyeron las ambiciones de progreso y pacificación. Mandela corría el riesgo de desatar una guerra civil, como ha sucedido en numerosas repúblicas africanas que alcanzaron la independencia en los últimos 50 años o como Egipto, Libia o Túnez, donde la democracia todavía es una quimera y miles siguen muriendo en luchas internas tratando de alcanzar la fraternidad.
Y pese a que Mandela siempre ha sido un hombre de izquierda, que sus ideas abrevaron en los postulados socialistas y que su lucha siempre estuvo apoyada por líderes como Fidel Castro, cuando llegó a la presidencia de Sudáfrica supo interpretar perfectamente que su objetivo era apuntalar el sistema democrático y fomentar la libertad de los ciudadanos de su país orientados hacia el emprendimiento y la iniciativa privada. Él más que nadie comprendió que la Guerra Fría había terminado, que la cortina de hierro se había derrumbado y que la nueva era exigía apertura política y económica.
Cuando llegó a la presidencia, Mandela también entendió que su legado debía ir más allá del ejercicio mismo del poder, que su trabajo para construir una Sudáfrica unida necesitaba un gran gesto de renuncia y desprendimiento y a pesar de que hubiera contado con el apoyo necesario para adquirir un mandato prolongado, él mismo propuso eliminar la reelección en la Constitución sudafricana. Eso le valió a Madiba un sitial en la historia, más que un puesto pasajero en la administración política de Sudáfrica.
Cuando llegó a la presidencia, Mandela también entendió que su legado debía ir más allá del ejercicio mismo del poder, que su trabajo para construir una Sudáfrica unida necesitaba un gran gesto de renuncia y desprendimiento.
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