Cuando Maquiavelo dijo que “el fin justifica los medios” estaba pensando en la construcción del Estado no en su destrucción. De hecho, el pensador florentino es considerado el padre del estado moderno y sus ideas, usadas por algunos aventureros para justificar sus fechorías, han sido el origen de diversas doctrinas políticas, algunas fallidas y otras con mucho porvenir, que se propusieron organizar la sociedad orientada hacia el bien común.
Hace unos años, cuando el exministro de Educación, Félix Patzi, dijo abiertamente que no había que ser tan duros con el contrabando, porque éste constituye un medio de vida de muchas comunidades rurales, ofreció una idea clara del “proceso de cambio” y sus orientaciones. Cuando el vicepresidente García Linera, otro de los ideólogos del régimen, pidió tolerancia para aquellos ayllus potosinos que habían asesinado a varios policías que perseguían a los contrabandistas de autos, no dejó ninguna duda sobre los alcances de este paradigma. Como se sabe, hoy se les permite a los campesinos, secuestrar y torturar y se los felicita en el Palacio Quemado.
La nueva visión sobre el contrabando se transformó más tarde en una ley que no sólo legalizó la internación ilegal de vehículos al país, sino que también ayudó a blanquear miles de automóviles que habían sido robados en los países vecinos. La Aduana hace la vista gorda con el paso ilegal de la soya al Perú mientras que la exportación legal está prohibida. El colmo de la permisividad con el delito lo ha expresado la titular de la entidad recaudadora, Marlene Ardaya, cuando ha manifestado el pasado martes que intervenir en Challapata (Oruro), en la meca de los autos “chutos”, tendría un alto costo social. Lo cierto es que la funcionaria, que a lo mejor tiene buenas intenciones, simplemente se pone a tono con el discurso presidencial, quien reconoció públicamente que los “chuteros” forman parte de su estructura de poder, a quienes les solicitó apoyo para su campaña.
Las recientes revelaciones que hace una revista brasileña no hacen más que ponerle todos sus colores a lo que veladamente se hace desde el poder en materia de coca y narcotráfico, detalles que claramente se observan también en el empecinamiento gubernamental en hincarle el diente al parque Isiboro-Sécure.
Con todos estos datos, no cabe duda que la estructura de la economía ilegal, controlada y fomentada a través de los movimientos sociales, forma parte de los planes hegemónicos del régimen gobernante, cuyo interés radica en dotarle al país, cuanto antes, de los medios de vida suficientes y necesarios para quitarle presión a los recursos que provienen de la minería y los hidrocarburos, las dos fuentes fundamentales de recursos de la población boliviana y que, sin duda alguna, jamás serán capaces de hacer “vivir bien” al grueso de los habitantes. Y cuando el presidente dice que durante su mandato un millón de personas alcanzaron la clase media, se refiere justamente al impacto de la otra economía.
Es obvio que la estructura económica es subyacente al modelo político. Es la que lo define y le da forma. Supuestamente, los medios ilegales deberían estar ayudándole al “proceso de cambio” a formar un nuevo Estado. El problema es que el único modelo que se conoce hoy en día de una estructura estatal basada en el crimen es Somalia. En ese territorio africano han sido los mafiosos los que terminaron imponiendo sus reglas y los gobernantes, cualquiera sea su color o su ideología, se convirtieron en un estorbo que había que eliminar.
Hace unos años, cuando el exministro de Educación, Félix Patzi, dijo abiertamente que no había que ser tan duros con el contrabando, porque éste constituye un medio de vida de muchas comunidades rurales, ofreció una idea clara del “proceso de cambio” y sus orientaciones. Cuando el vicepresidente García Linera, otro de los ideólogos del régimen, pidió tolerancia para aquellos ayllus potosinos que habían asesinado a varios policías que perseguían a los contrabandistas de autos, no dejó ninguna duda sobre los alcances de este paradigma. Como se sabe, hoy se les permite a los campesinos, secuestrar y torturar y se los felicita en el Palacio Quemado.
La nueva visión sobre el contrabando se transformó más tarde en una ley que no sólo legalizó la internación ilegal de vehículos al país, sino que también ayudó a blanquear miles de automóviles que habían sido robados en los países vecinos. La Aduana hace la vista gorda con el paso ilegal de la soya al Perú mientras que la exportación legal está prohibida. El colmo de la permisividad con el delito lo ha expresado la titular de la entidad recaudadora, Marlene Ardaya, cuando ha manifestado el pasado martes que intervenir en Challapata (Oruro), en la meca de los autos “chutos”, tendría un alto costo social. Lo cierto es que la funcionaria, que a lo mejor tiene buenas intenciones, simplemente se pone a tono con el discurso presidencial, quien reconoció públicamente que los “chuteros” forman parte de su estructura de poder, a quienes les solicitó apoyo para su campaña.
Las recientes revelaciones que hace una revista brasileña no hacen más que ponerle todos sus colores a lo que veladamente se hace desde el poder en materia de coca y narcotráfico, detalles que claramente se observan también en el empecinamiento gubernamental en hincarle el diente al parque Isiboro-Sécure.
Con todos estos datos, no cabe duda que la estructura de la economía ilegal, controlada y fomentada a través de los movimientos sociales, forma parte de los planes hegemónicos del régimen gobernante, cuyo interés radica en dotarle al país, cuanto antes, de los medios de vida suficientes y necesarios para quitarle presión a los recursos que provienen de la minería y los hidrocarburos, las dos fuentes fundamentales de recursos de la población boliviana y que, sin duda alguna, jamás serán capaces de hacer “vivir bien” al grueso de los habitantes. Y cuando el presidente dice que durante su mandato un millón de personas alcanzaron la clase media, se refiere justamente al impacto de la otra economía.
Es obvio que la estructura económica es subyacente al modelo político. Es la que lo define y le da forma. Supuestamente, los medios ilegales deberían estar ayudándole al “proceso de cambio” a formar un nuevo Estado. El problema es que el único modelo que se conoce hoy en día de una estructura estatal basada en el crimen es Somalia. En ese territorio africano han sido los mafiosos los que terminaron imponiendo sus reglas y los gobernantes, cualquiera sea su color o su ideología, se convirtieron en un estorbo que había que eliminar.
La estructura de la economía ilegal, controlada y fomentada a través de los movimientos sociales, forma parte de los planes hegemónicos del régimen gobernante.
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