Hace unos días, cuando en Panamá se llevó a cabo la VII Cumbre de las Américas, una ligera corriente de esperanza se extendió a través de nuestro continente pues los más principales exponentes de los fanatismos políticos e ideológicos que tanto influyeron durante las últimas décadas parecían relegados a un lugar marginal en el escenario político latinoamericano. Los términos cordiales con los que se selló la reconciliación entre Cuba y Estados Unidos fue la máxima expresión de esa tendencia.
Pocos días han sido suficientes para atenuar el optimismo, pues recientes hechos han confirmado que no será fácil que el ejemplo dado por el régimen cubano y su contraparte estadounidense sea seguido por quienes no conciben la actividad política sin contaminarla de alguna forma de beligerancia.
La ofensiva de una facción de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia contra efectivos militares de ese país es un ejemplo de lo dicho. Y otro, el empecinamiento con que el Gobierno venezolano se aferra a la retórica bélica con el propósito de transferir a factores externos la responsabilidad por los males que agobian a su país.
La furibunda ofensiva diplomática del Gobierno venezolano contra España es la más reciente pero no la única expresión de esa forma de actuar. Seguramente impedido por el notable viraje cubano a perseverar en su ya desacreditada retórica antiestadounidense, el presidente Nicolás Maduro no ha tenido mejor idea que apelar a los más rudimentarios sentimientos nacionalistas para renovar el victimismo del que se nutre su régimen, pero ha llegado en su intento a extremos tan burdos que ya no hay, ni siquiera en sus propias filas, quien tome muy en serio sus exabruptos.
Otro ejemplo de esa actitud es el balance que Nicolás Maduro hizo al regresar a su país de la Cumbre de las Américas.
Aseguró que en Panamá había logrado la victoria diplomática “más grande de la historia de Venezuela”. “Si somos grandes en lo político, diplomático y humano seremos capaces en lo económico, en estabilizar la vida del pueblo”, dijo, al informar que estaba preparando los detalles de un conjunto de medidas económicas.
Es ahí, cuando de afrontar el colapso de la economía de su país se trata, que el apego del Gobierno venezolano a una retórica belicista cada vez más distante de la realidad se manifiesta con toda su vulgaridad. “Nueva fase del plan contra la guerra económica” ha denominado a su nueva estrategia y ha advertido que “será demoledora”.
Para dar algún aspecto de seriedad a su plan, Maduro ha destacado el hecho de que esta vez cuenta con el asesoramiento de un equipo de extranjeros, entre los que ocupa un lugar muy destacado el ministro de Economía de Bolivia, Luis Arce Catacora, en cuyas manos Nicolás Maduro ha depositado sus esperanzas en un milagro que detenga la caída al abismo de la economía venezolana.
Lamentablemente, el Gobierno venezolano no muestra ni la más mínima predisposición a enmendar el rumbo, lo que hace inútil cualquier consejo por bien intencionado que éste sea. Razón más que suficiente para esperar que el Ministro boliviano no ponga en riesgo su propio prestigio y el del Gobierno al que representa al alinearse con una causa perdida.
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