Los cocales y su potencial explosivo
Después de 11 años de relativa calma, el tema vuelve a poner en vilo la estabilidad política, económica y social de nuestro país. Es de esperar que el desafío sea afrontado con la seriedad que merece.
Tal como viene ocurriendo desde hace ya muchos años, la publicación del informe anual del Monitoreo de Cultivos de Coca en los Yungas, que se realiza como labor conjunta entre el Estado Plurinacional y la Organización de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito (Onudc), ha vuelto a poner en el primer plano de la agenda pública nacional el tema relativo a la evolución de los cultivos de coca en Bolivia, Perú y Colombia.
Este año, a diferencia de los anteriores, los datos presentados por Onudc han tenido una especial repercusión por diferentes motivos. Uno de ellos, el más visible, se debe a que durante el último año se habría revertido una tendencia descendente en la cantidad de hectáreas destinadas a las plantaciones de coca. Es decir, se habría agotado una fórmula que hasta el año pasado fue defendida por el Gobierno nacional con el franco apoyo de varios organismos internacionales.
Es verdad que siempre hubo muchas dudas sobre la veracidad de las cifras en las que se basaban esos balances, a pesar de que se llegó a cierto consenso para reconocer que el “modelo boliviano”, pese a sus limitaciones, era el mejor de los posibles. Ayudaba a esa percepción positiva el contraste frente a los pésimos resultados obtenidos en años y décadas pasadas en nuestro país y las cifras mucho más negativas que arrojaban las evaluaciones hechas en Perú y Colombia.
A lo anterior se suman dos noticias que durante los últimos días han dado una nueva dimensión al problema de la coca y el narcotráfico en nuestro país. Nos referimos, por una parte, a la ola de violencia que ha puesto en evidencia la existencia de organizaciones delictivas directamente relacionadas con el negocio del narcotráfico y a las que dan cuenta del involucramiento de personas muy cercanas al entorno gubernamental en esas actividades.
Los hechos que tras esas noticias salieron a luz no son novedosos, pues desde hace ya mucho tiempo se podían ver serios indicios del avance del crimen organizado y de las pugnas entre diversas organizaciones de productores de coca. Sin embargo, la contundencia con que se han hecho presentes en la agenda nacional ha vuelto a poner en evidencia la complejidad de la cadena productiva y comercial que va desde la producción de coca hasta la comercialización de la cocaína y lo vulnerable que es nuestro país ante sus efectos económicos, políticos y sociales.
Si a ello se suman otros temas cuyo potencial conflictivo es todavía muy grande, como el relativo al avance de las plantaciones de coca sobre los parques nacionales y áreas protegidas, como el Isiboro Sécure, Carrasco, Cotapata, Amboró, Apolobamba y Madidi se puede constatar que los datos presentados por Onudc, a pesar de su muy cuestionado valor estadístico, dan cabal cuenta de la magnitud de un problema que después de 11 años de relativa calma vuelve a poner en vilo la estabilidad política, económica y social de nuestro país.
La experiencia acumulada durante las últimas décadas indica que minimizar la importancia de todo lo que eso significa sería un grave error. Por eso, es de esperar que más allá de las mezquindades y dogmatismos habituales, el desafío sea afrontado con la seriedad que merece.
Tal como viene ocurriendo desde hace ya muchos años, la publicación del informe anual del Monitoreo de Cultivos de Coca en los Yungas, que se realiza como labor conjunta entre el Estado Plurinacional y la Organización de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito (Onudc), ha vuelto a poner en el primer plano de la agenda pública nacional el tema relativo a la evolución de los cultivos de coca en Bolivia, Perú y Colombia.
Este año, a diferencia de los anteriores, los datos presentados por Onudc han tenido una especial repercusión por diferentes motivos. Uno de ellos, el más visible, se debe a que durante el último año se habría revertido una tendencia descendente en la cantidad de hectáreas destinadas a las plantaciones de coca. Es decir, se habría agotado una fórmula que hasta el año pasado fue defendida por el Gobierno nacional con el franco apoyo de varios organismos internacionales.
Es verdad que siempre hubo muchas dudas sobre la veracidad de las cifras en las que se basaban esos balances, a pesar de que se llegó a cierto consenso para reconocer que el “modelo boliviano”, pese a sus limitaciones, era el mejor de los posibles. Ayudaba a esa percepción positiva el contraste frente a los pésimos resultados obtenidos en años y décadas pasadas en nuestro país y las cifras mucho más negativas que arrojaban las evaluaciones hechas en Perú y Colombia.
A lo anterior se suman dos noticias que durante los últimos días han dado una nueva dimensión al problema de la coca y el narcotráfico en nuestro país. Nos referimos, por una parte, a la ola de violencia que ha puesto en evidencia la existencia de organizaciones delictivas directamente relacionadas con el negocio del narcotráfico y a las que dan cuenta del involucramiento de personas muy cercanas al entorno gubernamental en esas actividades.
Los hechos que tras esas noticias salieron a luz no son novedosos, pues desde hace ya mucho tiempo se podían ver serios indicios del avance del crimen organizado y de las pugnas entre diversas organizaciones de productores de coca. Sin embargo, la contundencia con que se han hecho presentes en la agenda nacional ha vuelto a poner en evidencia la complejidad de la cadena productiva y comercial que va desde la producción de coca hasta la comercialización de la cocaína y lo vulnerable que es nuestro país ante sus efectos económicos, políticos y sociales.
Si a ello se suman otros temas cuyo potencial conflictivo es todavía muy grande, como el relativo al avance de las plantaciones de coca sobre los parques nacionales y áreas protegidas, como el Isiboro Sécure, Carrasco, Cotapata, Amboró, Apolobamba y Madidi se puede constatar que los datos presentados por Onudc, a pesar de su muy cuestionado valor estadístico, dan cabal cuenta de la magnitud de un problema que después de 11 años de relativa calma vuelve a poner en vilo la estabilidad política, económica y social de nuestro país.
La experiencia acumulada durante las últimas décadas indica que minimizar la importancia de todo lo que eso significa sería un grave error. Por eso, es de esperar que más allá de las mezquindades y dogmatismos habituales, el desafío sea afrontado con la seriedad que merece.
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