El poder recordar un evento sucedido hace cincuenta años lo pone a uno inequívocamente entre los viejos del planeta, por más que como es este el caso, yo cumpliría siete años, un par de semanas después de la increíble noticia de la captura y fin del famoso guerrillero que ayer cumplió sus bodas de oro en el mundo de los muertos.
Del Che había yo oído hablar poco, pero sí de las guerrillas, precisamente porque una joven que trabajaba como empleada doméstica en mi casa tenía un hermano que estaba haciendo su servicio militar y que murió en el chaco boliviano combatiendo a la guerrilla. Recuerdo la desesperación de la joven hermana y a mi madre escribiendo una carta a los padres de Cristina, así se llamaba, contándoles de la muerte de su hijo. Ella había insistido en que la carta fuera en papel de luto, vale decir con un borde negro. Cristina era analfabeta, y sus padres también, alguien les leería la carta que mi madre escribió, pero era interesante, aún para un niño de la edad mía entonces, el que la importancia y ritualidad de una carta con una noticia tan terrible, tuviera que cumplirse como era debido, aún en un mundo donde casi nadie sabía leer ni escribir.
Las fotos del cadáver del Che que se publicaron en la prensa no pasaron por la censura de una tía mía que pensó que los niños nos impresionaríamos, y tenía razón, yo esquivé la censura, y un par de días después, vi el periódico que había sido ocultado, con la ayuda de una linterna, y sólo por unos segundos, y de ahí en adelante comencé a tener pesadillas con el espectro del Che. Aunque mis padres me aseguraban que los fantasmas no existían, la cocinera y la lavandera decían lo contrario, y así terminé teniendo unas horrorosas noches viendo a ese personaje barbudo y harapiento asomarse a la ventana de mi habitación.
Vivíamos en una casa grande y mi dormitorio estaba tremendamente alejado del de mis padres, el pánico que sentía cada noche en mi carrera entre mi dormitorio y el de mis padres, pasando por corredores, un solarium, y el hall de entrada, y escuchando a los gatos libres llorando en el tejado, no lo he olvidado hasta hoy.
La pesadilla se pasó, y volví a recordarla hace unos años cuando un artista que ha debido pasar por mi misma experiencia la plasmó en un monumento a Ernesto Guevara en la ceja de El Alto. Ese esperpento no es la peor escultura de los tiempos de Evo, la peor está en Buenos Aires, pero pugna ese sitial.
Cincuenta años después, la historia del Che en Bolivia es tal vez peor que la triste escultura chatarra que lo rememora, más allá de los homenajes que le está haciendo esa especie de feligresía que lo tiene como santo y mártir.
Sin desmerecer su protagonismo en la revolución cubana, la aventura de Guevara en tierras andinas sólo puede ser calificada como una “guerrilla estúpida”, esta palabra, aunque dura, refleja exactamente lo que fue esa incursión que en les costó la vida a muchos bolivianos, algunos de los cuales no tenían ninguna vela en ese entierro, y que de paso sólo lograr posicionar una vez más y en forma más contundentes a los militares en la vida política nacional.
El Che no es una figura importante en la historia de Bolivia, no es mucho más que un turista díscolo, y Bolivia no debería rendirle homenajes. Su importancia, su halo mítico pertenece a otras latitudes, la figura romántica y el look, ese “no sé qué” que lo hacía el guerrillero más guapo del mundo, corresponden al mayo del 68, en París o en Roma. De cerca, las personas y los íconos se ven menos glamorosos.
La horrorosa estatua alteña cobra un cierto sentido, vista desde el lado amable tal vez es más válida que otras que adornan algunas plazas y parques aquí y acullá, y tal vez en 50 años, ya desmontada, se convierta en una inagotable fuente de reliquias, y cierta gente, sus feligreses, tengan retazos de la misma en algún lugar de honor de sus casas.

El autor es operador de turismo